Rubén,
Nutrir lo excepcional: un imperativo en la trayectoria de los jóvenes talentos.
A igual potencial, lo que diferencia de manera duradera las trayectorias no es únicamente la intensidad del trabajo ni la precocidad del aprendizaje, sino la calidad de las experiencias estéticas, culturales y humanas que vienen a nutrir al talento en formación. En el caso de niños, adolescentes o jóvenes adultos dotados de un alto potencial artístico, esta nutrición adopta la forma de encuentros raros, confrontaciones con los más altos estándares, exposiciones a formas de excelencia que, más allá de la emulación, actúan como matrices identitarias.
Asistir en persona a la final del Concurso Reina Isabel para un joven pianista dotado no es un lujo periférico, sino una inmersión fundacional. Es un momento en el que la percepción de lo posible se expande, la inteligencia estética se recalibra, y el apetito por la maestría se intensifica al contacto con lo sublime. Desde una perspectiva vygotskiana, podríamos afirmar que estas experiencias desplazan la “zona de desarrollo próximo”, amplían los horizontes internos del sujeto al ofrecerle modelos encarnados de lo que podría llegar a ser su propio porvenir.
Más aún, estos momentos excepcionales, a menudo irreductibles a aprendizajes formales, construyen un capital experiencial invisible pero determinante. Alimentan la memoria afectiva, refinan el gusto, agudizan los criterios de autoevaluación. A medio plazo, favorecen la emergencia de una firma interpretativa, de un estilo, de una voz singular. A largo plazo, permiten resistir a la estandarización técnica que afecta a tantos jóvenes talentos cuyas trayectorias se encuentran encerradas en una lógica meramente performativa, sin apertura sensorial ni estímulo cultural de gran envergadura.
Este capital simbólico, para retomar a Pierre Bourdieu, es tanto más decisivo cuanto que no resulta directamente mensurable: moldea la inspiración, la memoria corporal, la exigencia interior. Dos jóvenes pianistas de igual virtuosismo a los 13 años no dispondrán de los mismos recursos a los 20 si uno ha sido expuesto a grandes obras interpretadas en vivo, a encuentros con maestros, a viajes sensoriales más allá de la sala de estudio. El otro, privado de estas nutriciones, corre el riesgo de tener solo su técnica como carta de presentación —una técnica sin anclaje, sin fuego.
Nutrir a los jóvenes talentos es, por tanto, apostar por lo invisible. Es reconocer que la excelencia no nace solamente de la repetición, sino también de la resonancia. Una resonancia que se cultiva, se provoca y se merece.
Hay momentos que si no se aprovechan, dejan un vacío que ningún esfuerzo posterior puede llenar. Son instantes umbral, discretos pero decisivos, que no avisan ni se repiten. Pero quien los ha vivido lleva para siempre su huella íntima.